Hacía las
veces de canguro en casa de mi prima cuando ella tenía el turno de noche en el
hospital. Su hijo era un niño muy tranquilo y siempre estaba dispuesto a jugar
y a irse a dormir a las horas establecidas, así que nunca tuve mayores
problemas con él.
Nos
habíamos pasado un rato de la hora de dormir, y sé que él no estaba cansado. La
verdad es que había estado muy callado durante la cena y durante la película,
demasiado tranquilo para lo que yo acostumbraba a ver en él.
Subimos a
la cama cuando me dijo que estaba cansado, mientras se rascaba los ojos.
Esa noche,
la historia iba desvariando desde un grupo de piratas alienígenas hasta una
isla maravillosa en la que todos los sueños se hacían realidad y le añadíamos
detalles que se nos iban ocurriendo mientras reíamos los dos.
Estaba a
punto de apagar su lámpara cuando me detuvo en seco la mano y me dijo con voz
suave si podía mirar que no hubieran monstruos debajo de su cama.
Yo me reí y
le dije que no había nada, que no tenía de qué temer. Al fin y al cabo, yo era
un experto en pelear con monstruos y ninguno iba a poder acercarse a él.
Volvió a
pedírmelo, esta vez como una súplica.
“Por favor,
mira que no haya monstruos debajo de mi cama.”
Me senté
sobre la cama y me agaché lo justo para fingir mirar bajo ella.
Y le vi
ahí. Me miró, con la misma cara con la que me había mirado hacía diez segundos,
la misma cara que me pedía que mirase si había monstruos bajo su cama y susurró
con la misma voz suplicante.
“Primo,
creo que hay algo en mi cama.”
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