A veces vuelvo a donde solíamos gritar y no me extraña encontrarme
con el monstruo ahí. O encontrarme llorando y pensando en la paz que casi nunca
tuvimos. Sigo sin saber a quién le gritabas y nunca hablé del tema, sé que es
algo tuyo, y que quizá la respuesta me haría daño. Prefería cantar “heroes” con
la cabeza sobre tu regazo mientras buscábamos la respuesta al problema, que
nunca llegaba, pero cantábamos a voz en grito igual. Así se apagaban las luces de alerta.
Aunque siempre fuera el punto medio que tanto odiabas cuando
me repetías que nos íbamos a hundir, que sólo nos podían salvar los gritos. Y
gritabas, diciendo que era fácil.
Ese grito que sólo nos queda a nosotros, y que, con nosotros,
se irá. Dejando, por fin, la paz.
Así fue como conocí la paz.
Hasta que llegó él. El ectoplasta. Bueno, en realidad, nunca
se fue. Pude verlo en tu cara. No es un misterio. Seguí lamiendo estigmas en tu
piel con sabor a él. Fui el mismo gusano miserable cada vez que le mencionaste.
Y tú sigues viviendo en su dictadura mientras yo fui el extra de una escena que
no quiso ni quiere hacer. Y me ponía histérico. Porque era un monotema
recurrente del que aprendí vicios y fobias.
Sé que aún se dilatan tus pupilas si te dicen que lo han
visto pasar. Y se humedecen tus ojitos si te cuentan que iba con alguien más.
Por eso sé que en el fondo deseas volver con él. Y, te lo
digo: por mí no caería ni una falsa lágrima por la piscina que aún llenas por
él.
Pero nunca dije nada, nunca pasó nada por ello, porque
seguías siendo tú, a quien quería a mi lado.
Seguías siendo quien llegaba a mi calle a más de las tres de
la mañana y tiraba piedras contra mi ventana para encontrarme y decirme que
todo iba a ir bien, que intentabas que fuera cierto todo lo que decías que
sentías por mí. Y no era capaz de odiarte. Porque sólo querías demostrar que
querías conocerme porque tus miedos habían acabado. Que mis labios tenían que
callarte antes de que empezaras a silbar y despertaras a todos mis
vecinos.
Como si eso hubiera servido para algo, como si fuera a
cambiar el hecho de que todo lo demás iba mal, aunque te besara los silbidos.
Porque empezaba el ritual de enfados y canibalismo estúpido
por culpa de nuestras noches en vela. Sin decir nada, sin mediar palabra. Ya no
podemos sentarnos en las persianas. Siempre con esas terapias mal llevadas sin
nadie que mediara por nosotros. Y tus gritos reventaban mientras yo memorizaba
los instantes sabiendo que eran los últimos. Sabiendo que no había ganas de
seguir el show ni de continuar fingiendo. Sabiendo que sólo queríamos ser
espectadores y que el guión lo tuvo que escribir algún enfermo.
Sabiendo que, en el taxi, me ibas a escribir “que sea cierto
el jamás” sólo para escucharme contestarte que te callaras, mientras todo lo
demás se derrumbaba a nuestro paso.
Pero no pasa nada. Yo estoy bien. Estoy tranquilo, ¿ves? Siempre
acaba bien. Puedes verlo en mis manos. ¿Las ves? Están flotando. ¿Las ves?
Y gritaste que dejase el espectáculo. Vi el travelling con “FIN”,
escrito en negro. Y volví a pensar en el autor del guión. Y me callé los gritos
para pedirte que no te bajases. Y perdí la consciencia cuando te dije “que sea
cierto el jamás”. Y me mandaste a morirme.
Enero fue demasiado largo. El hielo nos dejó en silencio y
tuviste que romperlo. Las pocas fuerzas que nos quedan, las gastamos en hablar.
En decirnos cosas duras para ametrallar nuestro interior. Y empieza el segundo
asalto. Y yo espero tu gran golpe. Siempre has pegado bien.
¿Sigues rechazando a quien te ayuda? ¿Volverás a hacerlo
conmigo?
Sonríes a sabiendas de que tu reinado es falso, a sabiendas de
que te lo voy a decir, y sientes la incomodidad de tenerme cerca. Y sabes que
si no hacemos algo, el hielo durará mil años. Y que nadie nos encontrará
congelados en él.
¿Sabes qué? Ganas tú el asalto, sin tener que mover los
brazos. Siempre se te dio bien golpear sin manos. Lo has entendido bien. Ganas
tú.
Y pasaron cuatro mil días hasta que volviste. Y me alegré al
mismo tiempo que me enfadé, mientras ejercía en este caso de fiscal y abogado,
de juez imparcial. Sentencié todo esto: nuestro fallo más grande fue guardar
solamente los días más gratos y olvidar los demás. Reconozco que muy pocas
veces me he acercado a tirar la esperanza a la fosa común donde está todo
aquello que nos diferencia.
Y sí, tal vez has pensado en renunciar. Pero yo aún no. Y tú
nunca cambiarás. ¿Has pensado en crecer más? ¿Tal vez te conseguiste equilibrar?
Yo aún no. Y quiero correr este sprint final, y llegar a la línea de meta para
ganar los dos. Y romper las ventanas para que lluevan cristales. Y que vengas
conmigo a gritar como antes. Quiero romper las ventanas y hacer del caos un
arte.
(Porque el amor, como el arte, es una droga aparte, que tomas
sin saber que te dan)
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