jueves, 21 de noviembre de 2013

Vivimos en la luna.

Salté y moví el suelo. Salté tantas veces que destrocé la gravedad. La luna bajó hasta tu pelo, y me ayudaste a subirme para poderme sentar. Te agarraste de mi mano y diste una patada a la tierra para devolverla a su eje y su gravedad. Y vimos cómo nos separábamos con la luna de todo aquello a lo que llamábamos "hogar".

Su cuarto creciente nos sonreía mientras jugábamos a deslizarnos en él, como el gran tobogán del universo que parecía sobre la superficie congelada, nos movíamos bien. Frenabas mis caídas, mis tropiezos y mis resbalos. Besabas mis bromas como si se tratasen de mis labios.

Sonreías tanto, pero tanto, que la luna brillaba por la envidia que le tenía a la fuerza de tu sonrisa. Y tú brillabas más aún. 
Me puse de pie sobre ella, intentando colocarla bien para dejar un sitio en el que pudiésemos estar de pie a la vez, sin que se desnivelase. Y te pusiste a mi lado, a medir que estuviese recta antes de ponernos a bailar. Susurraste que la cornisa del piso 23 se te había quedado pequeña, y yo te conté que mis cables habían dejado de parecerme interesantes para andar. 
Por eso decidiste que querías la luna. Mientras la mirabas por la ventana todas las noches, yo sólo pensaba en cómo te la podría acercar. 
Hasta que descubrí que podía romper su gravedad durante, al menos, dos minutos, dando un salto tan grande que haría que la atracción de la tierra fuera tan fuerte y tan débil a la vez, que podríamos alejarnos de ella con una patada mientras nos subíamos a la luna que había acercado para ti.

Acercaste tus dedos magnetizados hacia mi mejilla, donde rodaron como si mis curvas fueran precipicios hasta dar con mis caderas y alojarse ahí mientras me besabas los lunares, sobre la luna. Y todo se escapaba de nuestro control, del autocontrol que nunca tuvimos cuando estábamos cerca. 

Intentaste apagar la luz que se había encendido en mi pecho, pero a besos, lo que conseguía que brillase con más fuerza, desatando tu risa y haciéndome sonreír, con lo que la luz fue creciendo cada vez más y más hasta contagiarse de la envidia de la luna hacia tu sonrisa, porque tu risa la hacía perfecta. La hacía exacta y maravillosa. 

No quise bajar de la luna, de hecho, la convertimos en nuestra casa. Esto lo escribo mientras te escucho cantar y bailar, mientras preparas la escalera que nos llevará de vuelta a la tierra y nos permitirá volver cada noche a ver cómo las ciudades se apagan y se encienden mientras las velamos. 

Vivimos en la luna porque es la misma para las dos. 

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