jueves, 9 de julio de 2015

Mel.

Solía dormir con esas largas batas de pijama antiguas tan cercanas a su personalidad como el siglo al que pertenecían. Había nacido después que yo,  pero nunca importó porque compartíamos las mismas pasiones.  Las que se esconden entre las letras.  

Pasábamos noches en vela compartiendo historias que nos dejaban siempre con una sonrisa.  

Pasábamos noches a solas donde nunca nos dejamos perder la vida.

Como siempre pasa en estas historias,  ella enfermó y yo estuve ahí.  

La huella del desamor deja marcas horrorosas en el alma,  y algunas llegan a la piel.  

Las de ella llegaban a los huesos.  Quizá yo no era inconsciente de todo lo que pasaba pero amaba tanto la autodestrucción que me era imposible odiar la suya aún a pesar de que podía quererla todo lo que el pecho permite.  

La dejé ir, como quien libera las cosas que ama para que fuera feliz.  La dejé ir.  

Ahora ya no queda nada de sus escuetos vestidos,  ni de aquel de las flores con su fondo dulce y amarillo.  

Ya no queda nada de su cuadro de Frida colgado en el patio ni de sus rizos anaranjados.

Aún la recuerdo con el rubor en las mejillas.  Con el miedo que le daba el cruzarse conmigo por los pasillos.  

Recuerdo verla irse a pocos metros de mí.

Hay cosas más estúpidas que la muerte.

El olvido siempre ha sido peor.

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