sábado, 27 de agosto de 2016

Derecho a la risa


De todas las cosas que los humanos podemos hacer, siempre me fascinó la facilidad que tenemos para entornar las comisuras de los labios y mostrar los dientes cuando algo nos produce alegría. Es un gesto automático, que no podemos esconder, incluso cuando tratamos de mantener la compostura, nuestros carrillos se inflan levemente (dejando a la vista la pista de lo que ocurriría si estuviésemos en otra tesitura o mostrando otra actitud).

De todos los humanos que conozco, no hay ninguno a quien no haya visto sonreír en algún momento dado. Me encanta cuando las mejillas tienen una hendidura pequeña, como la que se me forma en el lado izquierdo cuando mis labios delinean esa curva.

De todas las sonrisas que he visto, me quedo en la mente con aquellas que me hacen sentir calor interno, aquellas que existen por darle sentido al camino que recorro, aquellas que me recuerdan que el hogar está en uno, y que los demás también forman parte de él.

Siempre tenemos derecho a llorar. Porque nuestros sentimientos son válidos, porque es normal estar triste, porque es sano limpiarse por dentro y dejar todas las lágrimas escapar.

Pero, a veces, se nos suele olvidar que también tenemos derecho a la risa. Tenemos derecho a sonreír en una entrevista de trabajo y a soltar una pequeña carcajada si bromean contigo, incluso aunque la persona no te caiga bien. Incluso si es un mal momento.

Me gustan las risas estridentes. Me gustan las risas que te hacen aplaudir y aquellas con las que te tienes que secar las lágrimas y sientes el dolor en la tripa por no poder respirar.

Esas risas que salen  del alma, que salen del momento exacto en el que no puedes más que ser feliz o no puedes más que dejarte llevar.

Me da igual lo que hagas.

Me da igual que quieras ser piloto, cantante, profesora.

Me da igual que te equivoques.

Me da igual que te hagas daño si aprendes de ello.

Lo único que te voy a pedir. Sobre todas las cosas que podrías hacer.

No olvides el derecho a la risa.

No olvides que mereces sonreír y sentirte feliz.

No olvides que ese calor es necesario.


Y que de ser feliz también se puede aprender. 

miércoles, 3 de agosto de 2016

1999

A veces vuelvo a donde solíamos gritar y no me extraña encontrarme con el monstruo ahí. O encontrarme llorando y pensando en la paz que casi nunca tuvimos. Sigo sin saber a quién le gritabas y nunca hablé del tema, sé que es algo tuyo, y que quizá la respuesta me haría daño. Prefería cantar “heroes” con la cabeza sobre tu regazo mientras buscábamos la respuesta al problema, que nunca llegaba, pero cantábamos a voz en grito igual. Así se apagaban las luces de alerta.

Aunque siempre fuera el punto medio que tanto odiabas cuando me repetías que nos íbamos a hundir, que sólo nos podían salvar los gritos. Y gritabas, diciendo que era fácil.

Ese grito que sólo nos queda a nosotros, y que, con nosotros, se irá. Dejando, por fin, la paz.

Así fue como conocí la paz.

Hasta que llegó él. El ectoplasta. Bueno, en realidad, nunca se fue. Pude verlo en tu cara. No es un misterio. Seguí lamiendo estigmas en tu piel con sabor a él. Fui el mismo gusano miserable cada vez que le mencionaste. Y tú sigues viviendo en su dictadura mientras yo fui el extra de una escena que no quiso ni quiere hacer. Y me ponía histérico. Porque era un monotema recurrente del que aprendí vicios y  fobias.

Sé que aún se dilatan tus pupilas si te dicen que lo han visto pasar. Y se humedecen tus ojitos si te cuentan que iba con alguien más.

Por eso sé que en el fondo deseas volver con él. Y, te lo digo: por mí no caería ni una falsa lágrima por la piscina que aún llenas por él.

Pero nunca dije nada, nunca pasó nada por ello, porque seguías siendo tú, a quien quería a mi lado.


Seguías siendo quien llegaba a mi calle a más de las tres de la mañana y tiraba piedras contra mi ventana para encontrarme y decirme que todo iba a ir bien, que intentabas que fuera cierto todo lo que decías que sentías por mí. Y no era capaz de odiarte. Porque sólo querías demostrar que querías conocerme porque tus miedos habían acabado. Que mis labios tenían que callarte antes de que empezaras a silbar y despertaras a todos mis vecinos. 

Como si eso hubiera servido para algo, como si fuera a cambiar el hecho de que todo lo demás iba mal, aunque te besara los silbidos.


Porque empezaba el ritual de enfados y canibalismo estúpido por culpa de nuestras noches en vela. Sin decir nada, sin mediar palabra. Ya no podemos sentarnos en las persianas. Siempre con esas terapias mal llevadas sin nadie que mediara por nosotros. Y tus gritos reventaban mientras yo memorizaba los instantes sabiendo que eran los últimos. Sabiendo que no había ganas de seguir el show ni de continuar fingiendo. Sabiendo que sólo queríamos ser espectadores y que el guión lo tuvo que escribir algún enfermo.


Sabiendo que, en el taxi, me ibas a escribir “que sea cierto el jamás” sólo para escucharme contestarte que te callaras, mientras todo lo demás se derrumbaba a nuestro paso.

Pero no pasa nada. Yo estoy bien. Estoy tranquilo, ¿ves? Siempre acaba bien. Puedes verlo en mis manos. ¿Las ves? Están flotando. ¿Las ves?


Y gritaste que dejase el espectáculo. Vi el travelling con “FIN”, escrito en negro. Y volví a pensar en el autor del guión. Y me callé los gritos para pedirte que no te bajases. Y perdí la consciencia cuando te dije “que sea cierto el jamás”. Y me mandaste a morirme.


Enero fue demasiado largo. El hielo nos dejó en silencio y tuviste que romperlo. Las pocas fuerzas que nos quedan, las gastamos en hablar. En decirnos cosas duras para ametrallar nuestro interior. Y empieza el segundo asalto. Y yo espero tu gran golpe. Siempre has pegado bien.

¿Sigues rechazando a quien te ayuda? ¿Volverás a hacerlo conmigo?

Sonríes a sabiendas de que tu reinado es falso, a sabiendas de que te lo voy a decir, y sientes la incomodidad de tenerme cerca. Y sabes que si no hacemos algo, el hielo durará mil años. Y que nadie nos encontrará congelados en él.

¿Sabes qué? Ganas tú el asalto, sin tener que mover los brazos. Siempre se te dio bien golpear sin manos. Lo has entendido bien. Ganas tú.

Y pasaron cuatro mil días hasta que volviste. Y me alegré al mismo tiempo que me enfadé, mientras ejercía en este caso de fiscal y abogado, de juez imparcial. Sentencié todo esto: nuestro fallo más grande fue guardar solamente los días más gratos y olvidar los demás. Reconozco que muy pocas veces me he acercado a tirar la esperanza a la fosa común donde está todo aquello que nos diferencia.

Y sí, tal vez has pensado en renunciar. Pero yo aún no. Y tú nunca cambiarás. ¿Has pensado en crecer más? ¿Tal vez te conseguiste equilibrar? Yo aún no. Y quiero correr este sprint final, y llegar a la línea de meta para ganar los dos. Y romper las ventanas para que lluevan cristales. Y que vengas conmigo a gritar como antes. Quiero romper las ventanas y hacer del caos un arte.



(Porque el amor, como el arte, es una droga aparte, que tomas sin saber que te dan)

domingo, 19 de junio de 2016

Primavera

A veces, le echo de menos.  Su forma de apretar mis manos cuando yo sólo era capaz de temblar. Su forma de entender las cosas. Sabía que pasaba por mi cabeza cuando yo no quería seguir. Entendía cada uno de mis movimientos,  mis pasos en falso. Los momentos en los que ni yo misma quería saber de mí.

Si veía mis piernas temblar, sus manos se deslizaban de mis muslos al ombligo y me rogaba que respirase. Me recordaba que todo iba a ir bien. Y se quedaba ahí.

Me sorprendía a mí misma buscando sus manos cuando estaba a solas y me empezaba a ahogar.  Mis dedos en mi estómago. Mi respiración agitada. Mis ganas de abandonar,  la sensación de pesadez. Su voz a través del teléfono, cantando aquella melodía que me gustaba si salía de sus labios.

"Todo va a ir bien, pequeña, todo va a ir bien."

Y yo le creía. Porque en sus labios el mundo era perfecto mientras yo siguiera en él. Porque en sus labios no temía a nada. Era valiente y él estaba orgulloso de que yo fuera tan fuerte. De haber superado todo lo que había destrozado la persona que yo era.

Y le creía. Cantaba con él mientras las lágrimas inundaban mi almohada. Mientras me contaba que no hay ningún universo en el que yo no me pueda querer. Mientras me susurraba que,  si yo no lo hacía,  él lo haría por los dos.

"Dicen que nos parecemos mucho. Y,  si es verdad,  nunca me quise tanto como me quiero ahora mismo.  Como te quiero ahora mismo."

Un beso. Un "todo va bien".
Un "no me voy a ir".

Un "no te vas a rendir si ya has llegado hasta aquí".

Te quiero. Así.
Nos quiero. Así.

lunes, 23 de mayo de 2016

Todos mis plurales siempre fueron singulares.

Todos mis plurales siempre fueron singulares.

Porque acababa queriendo el "yo" en lugar del "nosotros" que tanto me empeñaba en utilizar o porque, quizá, cada uno de ellos difería tanto del anterior que apenas soy capaz de recordar si, entre unos y otros, hubo algún tipo de conexión además de ser yo quien lo vivía.

No puedo decir que no estoy aterrada, cada vez lo estoy más y cada vez con más fuerza, pero es algo por lo que tengo que pasar, supongo que sí, en algún momento nos rompemos, lo bueno es tener cosas agradables para recordar y son las que intento crear.

Tú tienes muchos singulares, quizá nosotros también los tenemos juntos, y yo los tengo sólo contigo. Porque no sé ser de otra manera. Sé que muchas veces me presento como una niña. Que agacho la cabeza cuando no sé cómo comportarme, que me quedo muy callada y muy concentrada cuando los nervios, la ansiedad, las ganas de parar, me comen.

Y también sé que son defectos de ser una chica de segunda mano. Una persona rota. Y que con cada una de las notas que tocas que sabes que han sido rozadas antes, pongo cara de dolor y luego finjo que no importa. Porque soy de segunda mano y estoy rota pero sé que aún puedo funcionar bien.  Cuando consigo hacerme grande por momentos y sonreírte con todas mis ganas.

Y sabes que no son momentos pequeños, como cuando me haces cosquillas en los pies y yo empiezo a huirte. Como cuando acabas de follarme y mi mano va directa a controlar tu pulso, a descansar sobre tu pecho. Son momentos que me hacen sentir grande, me hacen sentir llena y, aunque son pocos, son esos que, realmente, curan algo lo que siento por mí.

Porque, si tú me quieres, ¿por qué no iba a hacerlo yo?

Porque yo no me veo con tus ojos y me da rabia, en el fondo, que tú digas que soy como piensas que soy. Porque yo no lo voy a ver así nunca. A pesar de que a tu lado me siento un poco menos ogro. Un poco más real.

Un poco más normal.


Todos mis plurales son, en realidad, singulares…


sábado, 1 de agosto de 2015

Volver

Volver.
Volver a casa.
A donde terminan todos los caminos.

Volver a la tierra,  al universo.
Volver a revivir viejos besos.
Hasta ahí llega la vida.
Hasta donde tenemos que volver.

Hasta donde dejamos los momentos.
Hasta donde rompimos los sueños.

Volver a la tierra.
Al Teide,  a sus verdades.
Al viento frío que nos recuerda
que los veranos acaban.

Lo importante es el camino
Del corazón que se renueva.
Es llegar a tu destino,
donde el corazón despierta.

Llámame hogar si tienes frío.
Lumbre si te oscureces.
Bandera blanca del enemigo.
Nieve sin río,
del mar de nubes.
Yo soy la tierra,
las costumbres
de playa y monte
de nuestro sino

sábado, 11 de julio de 2015

Sangre con sabor a sangre.

Si solamente me vieras como yo te veo,

sin desprender lo malo y quedarme con lo bueno.

Si fueras capaz de verme como yo te veo,

tu cuerpo desnudo y sin miedo,  

mi cuerpo desnudo y con ansias.

Quizá la vida sería más fácil si fueras tú quien me desnudara.

Quizá si mis manos no tuvieran que deslizarse bajo mi ombligo.

Que mi clitoris no tenga que reconocer más mis huellas.

Echo de menos la historia en la que éramos dos.

Aquella que contaba que mi soledad es sólo un espejismo.

Que eras capaz de llenar todos mis abismos y de salvar la caída.

Ahora,  mientras más me escucho,  más se suicida la tranquilidad que me quedaba junto a ti.

Ahora no me escuchas. A gritos me pido,  a gritos te ruego un poco más.

Una mirada lasciva,  complicidad.

Un gesto de cariño, como si fuera un ave rapaz.

Mendigando amor en las esquinas que fueron nuestras.

En aquellas a las que vas conmigo, donde ya no me besas.

No recuerdo cuántas farolas nos han visto lamernos los labios.  

Sé que también me han visto lamerme las heridas.

Sólo espero que esta vez no me arrastre la marea.  

No sé si quiero nadar

jueves, 9 de julio de 2015

Mel.

Solía dormir con esas largas batas de pijama antiguas tan cercanas a su personalidad como el siglo al que pertenecían. Había nacido después que yo,  pero nunca importó porque compartíamos las mismas pasiones.  Las que se esconden entre las letras.  

Pasábamos noches en vela compartiendo historias que nos dejaban siempre con una sonrisa.  

Pasábamos noches a solas donde nunca nos dejamos perder la vida.

Como siempre pasa en estas historias,  ella enfermó y yo estuve ahí.  

La huella del desamor deja marcas horrorosas en el alma,  y algunas llegan a la piel.  

Las de ella llegaban a los huesos.  Quizá yo no era inconsciente de todo lo que pasaba pero amaba tanto la autodestrucción que me era imposible odiar la suya aún a pesar de que podía quererla todo lo que el pecho permite.  

La dejé ir, como quien libera las cosas que ama para que fuera feliz.  La dejé ir.  

Ahora ya no queda nada de sus escuetos vestidos,  ni de aquel de las flores con su fondo dulce y amarillo.  

Ya no queda nada de su cuadro de Frida colgado en el patio ni de sus rizos anaranjados.

Aún la recuerdo con el rubor en las mejillas.  Con el miedo que le daba el cruzarse conmigo por los pasillos.  

Recuerdo verla irse a pocos metros de mí.

Hay cosas más estúpidas que la muerte.

El olvido siempre ha sido peor.