Amanece cada día esperando volver a la rutina que ya conoce.
Las mismas calles, los mismos rostros y todos los lugares y horarios a los que
está acostumbrada. Mira, desde lejos, cómo esas niñas juegan antes de entrar a
clase. Recuerda tener su edad, recuerda sonreír y pensar que el mundo sería
diferente cuando ella creciese. Le da un trago nuevo a su café.
Mira cómo abren las puertas del colegio y la fila en la que
se encuentra atascada avanza mientras los papás y mamás van dejando a sus
peques en el colegio.
Empieza a darse cuenta de que el reloj la está consumiendo,
tiene apenas diez minutos para llegar a trabajar.
La oficina, abarrotada de gente, los coches mal aparcados,
los ejecutivos vestidos de traje, ella, con su falda y sus zapatos de tacón. Se
mira al espejo. Se retoca el maquillaje y le da otro sorbo al café.
Desea llegar a casa, y aún no ha entrado por la puerta.
Entra, con la cabeza alta, con una sonrisa casual, la misma de cada día, que
resalta su mirada, que nadie se dé cuenta de que, en realidad, está cansada de
que el día a día la consuma.
La saludan a su paso, mujeres, hombres. Se sienta en su
oficina y espera que las horas pasen frente a su ordenador. Reuniones, comidas
con los compañeros. Los mismos cuentos, la familia, los hijos, los restaurantes
que visitaron. Nuevos clientes. Nuevos proyectos que, al final, parecen todos
lo mismo.
Vive atrapada en una espiral intensa, en un lugar que ha
acomodado a su gusto, aunque, en realidad, ella se ha amoldado a él aún
sabiendo que no es de su completo agrado, por la comodidad y satisfacción que
le provoca saber que, al final del ciclo, tendrá su sueldo en el bolsillo.
Vuelve a casa. Sola. La cama sigue donde la dejó. Y sigue
igual, fría. Vacía, como lleva años, excepto por encuentros ocasionales y
momentos de pasión que no puede controlar.
Mira el reloj, mira la fecha. Se hace la cena mientras se
descalza y se pone cómoda.
Y recuerda cómo fue cuando era más niña. Recuerda cuáles
fueron sus sueños.
Quería vivir para luchar. Quería ser artista, profesora,
quería soñar.
Quería ser una joven como cualquier otra. Ve a esas niñas en
televisión todos los días, las modelos de las revistas. Pintores, dibujantes,
cantantes, compositores. Ve arte en todas partes. Y recuerda qué se sentía al
expresarse.
Rebusca en su habitación por una libreta en blanco, un bloc
de dibujo, un folio, un trozo de algo sobre lo que pueda plasmarse. Y recuerda
cómo era su vida antes de empezar a estudiar una carrera con la que no estaba
segura, pero que sabía que le traería ingresos importantes en un futuro.
Recuerda sus años de universidad. Las risas con las amigas.
Las llamadas telefónicas a altas horas de la madrugada. Escaparse de casa, ver
a sus amigos. Cambiar de pareja, aún sabiendo que estaría enamorada del
"amor de su vida" y que nada ni nadie le haría olvidar eso. Busca su
teléfono y mira en lo que se ha convertido. Ve las fotos de la familia que
tuvo, recuerda cómo dejó que escapase, las historias más interesantes de su
vida, que fluyeron en esa época en la que aún era feliz. No dormir de
madrugada, ver amanecer con un café en las manos y con ganas de volar.
Y recuerda cómo se ató. Y aún desea ser la mujer maravilla.
Es hora de cambiar.
[Quizá porque estoy segura de que nunca es demasiado tarde
para ser una superheroína. Y que para mí, una superheroína, es cada una de esas
mujeres que cumplen sus sueños y luchan por ellos.
Aún teniendo casi cincuenta años y dándose cuenta de que,
realmente, su vida ha pasado a ser una rutina de la que no sabe cómo escapar.
Siempre quedará mañana para empezar a hacer nuestros sueños
realidad, pero hay que empezar a buscar la manera hoy.]
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