martes, 5 de febrero de 2013

I

Lucía recogió del suelo sus lágrimas, barriendo la sal con su vieja escoba ya remendada por los años.
Hacía exactamente diez años y tres días que lloraba de forma casi incesante. Hacía diez años que barría la sal de sus lágrimas con la misma escoba.
Hacía tres años y diez días que estaba sola.

"Los hijos no son de uno, son prestados" decía su madre cuando tenía un hueco.
Siempre la condenaron por querer ser libre, por querer tener hijos sin casarse, por creerse autosuficiente. Incluso el día que su madre dijo que ella nunca podría tener una familia porque tendría que cuidarla a ella toda su vejez, ella se había revelado.
Había confesado que estaba en estado en esa cena, delante de toda la familia.
La sala quedó en un silencio incómodo mientras ella, en pie, se acariciaba el poco abultado vientre.
Luego rompieron en murmullos y preguntas. En silencio, dejó el comedor para cambiarlo por su habitación.

La pregunta incesante durante los años siguientes fue "¿Quién es el padre?"
Y ella siempre daba la misma respuesta. "Dios sabe con quien comparto techo, pero no tengo que decir con quién he compartido lecho."

Lucía tenía diecisiete años cuando quedó encinta. El padre no fue más que una sombra sin noticias. Ella nunca dijo nada y él no preguntaría jamás por ello.

Al principio su madre buscó la forma de librarse de ese mal, de ese nieto bastardo que iba a tener. Pero Lucía conocía las astucias de su madre.

Sus hermanas mayores, Alexia y Bernabé, apenas podían creer en la valentía de su hermanita. Ellas nunca habrían hecho una cosa así, aunque las esperase un futuro tal. O tal vez sí.

Seguían jugando, correteando tras las gallinas, pero atentas todas al estado de Lucía.

Una mañana, Bernabé, la encontró en la cocina, vomitando en un balde con las criadas ayudándola a no caer. Físicamente siempre había sido más endeble que sus hermanas y, en su estado, no era la más indicada para hacer muchas de sus tareas, pero cuando alguien hacía el trabajo que le correspondía, su madre no tenía piedad a la hora de castigar a nadie.

Pero no se rendía. Trataba de alimentarse lo mejor posible y de descansar cada segundo que tenía libre. Sus hermanas veían su vientre crecer y le sonreían cuando se encontraban y, al acabar el día, se tiraban con ella en su cama a jugar y a reírse, a acariciar el milagro hasta que las tres caían rendidas.

Y entonces entraba su madre, recelosa, a mirarlas.

Cuando los días la hacían parecer un globo, empezó a sentir dolores de caderas y espalda. Y ella recurrió a su madre.
-¿Qué se te ofrece?
-Madre, no lo entiendo. Nos tiene a nosotras tres, somos felices y convivimos aún bajo un mismo techo. ¿Qué molestia le causa mi estado si yo la cuidaré igualmente hasta que usted muera?
- Hija mía, fuiste un bebé muy querido y muy cuidado. Eras lozana y rechoncha, sana, dulce. Fuiste una niña feliz y sin preocupaciones, todas lo fuisteis, mientras tu padre seguía aquí. Cuando él fue a la guerra, yo decidí esperarlo, aunque los invasores no parasen de llegar, decidí defender esta casa por ustedes. Trabajamos en calados y bordados desde que somos niñas, para poder mantener nuestro estatus en auge. Vosotras aprendisteis a coser, bordar y cocinar, limpiar, a ser responsables. Ahora quieres traer al mundo a un hijo que no sabes cómo cuidar. No estás preparada para ser madre.

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