martes, 9 de abril de 2013

FMTM


Devorarte los labios fue sólo el comienzo de esa extraña amistad. Llevabas tres minutos en el bar, sentada frente a mí, con una cerveza y una sonrisa de oreja a oreja. Me sonreí pensando que estabas loca. ¿Qué quería una chica como tú de alguien como yo? 

Acabaste la cerveza de un trago, y no hizo falta presentación Me acabé de un trago la cerveza del botellín sin apartar la mirada de tus ojos grises. Te reías demasiado y la sonrisa iluminaba todo lo que teníamos por delante. Agarré tu muñeca y te pegué a mí con fuerza, casi con violencia. Te reíste. Me besaste, mordiéndome los labios, buscando exactamente lo mismo que yo quería de ti. Me empujaste, separándome de ti. Y yo, con mi cara de idiota, mirando esa sonrisa que pintabas en los labios, caminé detrás de ti hasta llegar a la calle. Volví a coger tu mano y a pegarte a mí con un beso. Sin dejarme hablar, ni tu nombre me hizo falta. El simple hecho de lo embriagado que estaba y de lo feliz que eras. Subimos a tu piso, supongo que era tu piso. Poco más que un colchón en el suelo y algunas locuras regadas por todas partes. Aún tengo tus mordiscos en mi piel, aún tengo la sensación de que estamos allí.
Exhausta, la noche, se separó de nosotros, dejando paso al sol, entre risas y besos, más cerveza, gemidos. Tus uñas en mi espalda. El sol entrando por la ventana, tú cerrando las cortinas. Un rato divertido para  un corazón que no deja de dar tumbos. Y pasamos días así, hasta que aprendiste a gritarme, y yo, a ignorarte. Entonces venías por mi espalda, me abrazabas, reías. Hacíamos del silencio nuestro silencio. De la oscuridad nuestra oscuridad, y de nosotros, nosotros.
No sé cuánto tiempo pasé allí, no sé cuánto tiempo estuve entre tus sábanas, entre tus besos. No sé cuántas veces te aguanté. No sé cuantas veces me sentí desfallecer del placer de estar contigo. Porque era sólo eso. El placer de estar contigo. De las historias que me contabas antes de quedarte dormida. De las historias que te contaba mientras intentaba dormir. Tus pies, descalzos, jugando con los míos. Y todas las fotos que nos sacábamos en cualquier momento.


No sé cuánto bebimos. No recuerdo cuántas veces me besaste. No recuerdo cuántas veces te mordías los labios por no gemir. Por no demostrarlo. Al fin y al cabo, eres una mujer. Una mujer fuerte y libre, y no tienes por qué demostrar nada. Y eso me volvía loco.
Hablabas de libertades que no conocías, hablabas de lugares que querías visitar, de pequeñas cosas en las que te fijabas. Me dejabas hablar de mis cosas, de mis nudos, de mis colecciones, de mis historias. De cómo había llegado al bar y qué hacía ahí.
Y llegué a conocerte. Llegué a hacerlo profundamente, a conocer las cosas que me daban miedo de ti, como cuando reías y no podías parar, luego te dolía el pecho y yo no sabía qué hacer, como cuando te sentabas en una esquina, con las piernas recogidas, y te quedabas horas mirando al infinito. Esa era tu burbuja.
Pintamos la pared de tu piso de besos. Tú en mí y yo a la pared. Ese pintalabios rojo que decías que me quedaba bien, mientras marcaba tu piel con ellos y tú me sonreías. Con ese brillo en los ojos.
El café de las mañanas, que nunca nos gustó, pero nos hacía sentir adultos. Las pocas horas de trabajos rápidos que cobrábamos al momento, y esa manía de gastarnos el dinero en tonterías. En nosotros. Chocolate, cerveza. Whisky, a veces. Pasta. Queso. Tus vicios y los míos. Mi vicio. Tú.


Las llamadas al móvil cuando volvía a mi casa, esas noches que no eras capaz de aguantar las pesadillas y el miedo a estar sola, esa paranoia que te entraba de que estaba en otro sitio, con otra persona, esa que decía que yo te estaba mintiendo. Todas las noches que tuve que salir precipitadamente hasta tu piso por tus tonterías. Todas las noches que tuve que curarte las heridas y que me miraste con cara de arrepentimiento y desafío a la vez. Tanto era tu miedo a perderlo que no te dabas cuenta de que te habías perdido.


Empezaste a fumar, porque yo lo hacía. No te molestaba el humo tanto como el hecho de que olvidabas dónde dejabas los cigarros encendidos. Y cuando yo los encontraba y me los veías en la boca, con el surco de tu pintalabios en el filtro, me los quitabas y me besabas a modo de gracias.
Las ganas que tenías de pelear con el mundo, las ganas que tenías de pelear contra ti. Las ganas que tenía de ganarte las partidas que jugabas contra el calendario. Las veces que me golpeaste con violencia porque te entendía mejor que tú misma.

Pero pasó a ser lo de menos cuando dijiste que el amor era una chorrada.

¿Me había enamorado de ti? Es algo que no dejo de preguntarme cuando recuerdo estas cosas. ¿Me había enamorado de alguien que soñaba con hacerse daño? ¿No? Y entonces, ¿por qué estuve siempre para ti?
Me dolía verte hacer esas cosas. Escucharte gritar que me odiabas, gritarte que yo también te odiaba, y curarnos con un beso. Escucharme gritar a mí mismo que sería la última vez, que no volvería a dormir contigo. Que me iba. Aunque no me fuese porque me retenías contra ti.


El amor siempre había sido ese tabú para mí, había caído en la cuenta de que no sabía vivir sin ti, pero tampoco era capaz de vivir contigo. No sabía cuánto tiempo más aguantaría eso. Me preocupaba más cuánto tiempo aguantarías tú con el tira y afloja que era tu vida.

No me gustaba estar sobrio. No podía estar sobrio contigo todo el tiempo, me embriagaba tu perfume y no habría querido salir de tu interior nunca. Bebía para no pensar en que estabas a mi alrededor, con alguno más de tus cuentos, que siempre me creía. Esperaba que todo reventase y que tu camino continuase.

Porque yo no habría sido capaz de ponerle final, viendo cómo eras. Entonces volvíamos a lo mismo. A bajar al parque de noche y correr por él, jugando, como siempre. Me besabas, como la niña pequeña que llevas dentro, y me pedías que jugara contigo. Me disparabas con las manos y yo caía al suelo, sólo para que te preocupases de si todo iba bien y, cuando te tenía cerca, te mordía los labios y te aprisionaba contra el suelo. Y no nos hacía falta irnos del parque para ser uno. Siempre te gustó esa espontaneidad. Siempre a nuestra bola.


Te llevabas mi cordura contigo, con tus movimientos de cadera al caminar, con tus palabras susurradas al oído, con tus novelas sin acabar, tus sueños sin cumplir y tus miedos. Y los míos. Mis miedos, a que me volvieras loco, a no hacerte feliz, a no saber dar la talla. No saber qué querías de mí me preocupaba, pero parecía tan simple hacerte feliz. Tan simple como estar ahí. El miedo que tenías a ser diferente y lo encantado que estaba con que lo fueras, con que no fueras como ellas, con que no fueras igual que todas aquellas que nunca se atrevían a soñar por miedo a despertar.
Sí, me había enamorado de ti, pero no iba a decirlo en voz alta. Un “te amo” puede romperlo todo. Contigo, hasta una caricia podría haberlo roto todo.

Empecé a escribir canciones y a enseñarte a tocar la guitarra. Cantabas conmigo y me decías que te gustaba la habilidad que tenía en las manos, mientras te carcajeabas de tus propias bromas. Te encantaba reírte de las cosas que se te pasaban por la cabeza.
Empezaste a dormir poco, a pasar noches en vela asomada a la ventana con un cigarro en la mano. Aprendiste a liar. Tuviste una planta de marihuana cuyo crecimiento no entendías, y no sabías qué hacer cuando estaba lista. Me hacía gracia tener que enseñarte esas pequeñas cosas. Y los berrinches que te daba, llenar los carrillos de aire y cruzarte los brazos en el pecho.

Empezaste a cambiar de hábitos. Comías menos, pero no me importaba. Sabía que comerías cuando tuvieras hambre y que, aunque no estabas bien, no te ibas a rendir.

Llorabas algunas noches. Intentaba consolarte. No podía abrazarte sin que me empujaras.
No solía mentirte, pero estaba empezando a agobiarme. Lo sabes bien, no es algo que se me dé especialmente bien, mentir. Empecé a dejar las cosas a su ritmo, a no controlarte. A no mirarte cuando me lo pedías. A distraerme de ti. Me estabas volviendo realmente loco.


Empezabas a apagarte como una vela que ha terminado de consumirse. Me mirabas y sonreías de vez en cuando. La cama se convirtió en tu mejor amiga. Empezaste a dormir muchas horas, a gritar en algunos sueños.

Los médicos te daban tanto miedo que nunca quisiste ir a uno, por eso no, estarías bien. Estabas tan convencida de que estarías bien, que no lo vi venir. La noche que me llamaste nada más entrar por la puerta de mi casa, cuando mi madre me pasó el teléfono, se lo vi en la mirada.

-          -Te amo.

Y colgaste. Y se me vino el mundo encima. Tenía ganas de abrazarte, de huir contigo, de aferrarme a ti y golpearte con un beso. De mirarte a los ojos. Corrí hasta tu casa. Nunca estuvo lejos, sólo a ti te molestaba que no estuviera cuando querías. Abrí la puerta con mi llave, esperando encontrarte, como siempre, de pie, en la ventana, fumando y sonriendo. Pensé que estabas mejor, que por fin habías conseguido alegrarte. Y pensé en que no debería haberme ido cuando te encontré. Dormida. Dormida, como si no pasara nada. Dormida en nuestra cama.
Me acerqué a ti, me acosté a tu lado. Te moví un poco para intentar despertarte. No reaccionaste. Te toqué los dedos, fríos. La oscuridad no ayudaba. Esta vez no ayudó. Te llamé. Encendí la luz y te miré. Me miré las manos instintivamente. Me miré la ropa. No podía creer lo que pasaba ante mis ojos. No podía creer que lo hubieras hecho así.


Vi la sangre sobre las sábanas. Sobre mi ropa. Sobre ti. Temblaba. No supe hacer otra cosa más que ponerme a temblar. Y mírame aquí. Visitando el mismo sitio donde te enterramos hace meses. Dejándote esta carta. Una vez más, que espero que la leas. Y que no lo olvides. Estuve a tu lado, siempre.

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