Devorarte los labios fue sólo el comienzo de esa extraña amistad.
Llevabas tres minutos en el bar, sentada frente a mí, con una cerveza y una
sonrisa de oreja a oreja. Me sonreí pensando que estabas loca. ¿Qué quería una
chica como tú de alguien como yo?
Exhausta, la noche, se separó de nosotros, dejando paso al sol,
entre risas y besos, más cerveza, gemidos. Tus uñas en mi espalda. El sol
entrando por la ventana, tú cerrando las cortinas. Un rato divertido para un corazón que no deja de dar tumbos. Y
pasamos días así, hasta que aprendiste a gritarme, y yo, a ignorarte. Entonces
venías por mi espalda, me abrazabas, reías. Hacíamos del silencio nuestro
silencio. De la oscuridad nuestra oscuridad, y de nosotros, nosotros.
No sé cuánto tiempo pasé allí, no sé cuánto tiempo estuve entre
tus sábanas, entre tus besos. No sé cuántas veces te aguanté. No sé cuantas
veces me sentí desfallecer del placer de estar contigo. Porque era sólo eso. El
placer de estar contigo. De las historias que me contabas antes de quedarte
dormida. De las historias que te contaba mientras intentaba dormir. Tus pies,
descalzos, jugando con los míos. Y todas las fotos que nos sacábamos en
cualquier momento.
No sé cuánto bebimos. No recuerdo cuántas veces me besaste. No recuerdo
cuántas veces te mordías los labios por no gemir. Por no demostrarlo. Al fin y
al cabo, eres una mujer. Una mujer fuerte y libre, y no tienes por qué
demostrar nada. Y eso me volvía loco.
Hablabas de libertades que no conocías, hablabas de lugares que
querías visitar, de pequeñas cosas en las que te fijabas. Me dejabas hablar de
mis cosas, de mis nudos, de mis colecciones, de mis historias. De cómo había
llegado al bar y qué hacía ahí.
Y llegué a conocerte. Llegué a hacerlo profundamente, a conocer
las cosas que me daban miedo de ti, como cuando reías y no podías parar, luego
te dolía el pecho y yo no sabía qué hacer, como cuando te sentabas en una
esquina, con las piernas recogidas, y te quedabas horas mirando al infinito.
Esa era tu burbuja.
Pintamos la pared de tu piso de besos. Tú en mí y yo a la pared.
Ese pintalabios rojo que decías que me quedaba bien, mientras marcaba tu piel
con ellos y tú me sonreías. Con ese brillo en los ojos.
El café de las mañanas, que nunca nos gustó, pero nos hacía sentir
adultos. Las pocas horas de trabajos rápidos que cobrábamos al momento, y esa
manía de gastarnos el dinero en tonterías. En nosotros. Chocolate, cerveza.
Whisky, a veces. Pasta. Queso. Tus vicios y los míos. Mi vicio. Tú.
Las llamadas al móvil cuando volvía a mi casa, esas noches que no
eras capaz de aguantar las pesadillas y el miedo a estar sola, esa paranoia que
te entraba de que estaba en otro sitio, con otra persona, esa que decía que yo
te estaba mintiendo. Todas las noches que tuve que salir precipitadamente hasta
tu piso por tus tonterías. Todas las noches que tuve que curarte las heridas y
que me miraste con cara de arrepentimiento y desafío a la vez. Tanto era tu
miedo a perderlo que no te dabas cuenta de que te habías perdido.
Empezaste a fumar, porque yo lo hacía. No te molestaba el humo
tanto como el hecho de que olvidabas dónde dejabas los cigarros encendidos. Y
cuando yo los encontraba y me los veías en la boca, con el surco de tu
pintalabios en el filtro, me los quitabas y me besabas a modo de gracias.
Las ganas que tenías de pelear con el mundo, las ganas que tenías
de pelear contra ti. Las ganas que tenía de ganarte las partidas que jugabas
contra el calendario. Las veces que me golpeaste con violencia porque te
entendía mejor que tú misma.
Pero pasó a ser lo de menos cuando dijiste que el amor era una
chorrada.
¿Me había enamorado de ti? Es algo que no dejo de preguntarme
cuando recuerdo estas cosas. ¿Me había enamorado de alguien que soñaba con
hacerse daño? ¿No? Y entonces, ¿por qué estuve siempre para ti?
Me dolía verte hacer esas cosas. Escucharte gritar que me odiabas,
gritarte que yo también te odiaba, y curarnos con un beso. Escucharme gritar a
mí mismo que sería la última vez, que no volvería a dormir contigo. Que me iba.
Aunque no me fuese porque me retenías contra ti.
El amor siempre había sido ese tabú para mí, había caído en la
cuenta de que no sabía vivir sin ti, pero tampoco era capaz de vivir contigo.
No sabía cuánto tiempo más aguantaría eso. Me preocupaba más cuánto tiempo
aguantarías tú con el tira y afloja que era tu vida.
No me gustaba estar sobrio. No podía estar sobrio contigo todo el
tiempo, me embriagaba tu perfume y no habría querido salir de tu interior
nunca. Bebía para no pensar en que estabas a mi alrededor, con alguno más de
tus cuentos, que siempre me creía. Esperaba que todo reventase y que tu camino
continuase.
Porque yo no habría sido capaz de ponerle final, viendo cómo eras.
Entonces volvíamos a lo mismo. A bajar al parque de noche y correr por él, jugando,
como siempre. Me besabas, como la niña pequeña que llevas dentro, y me pedías
que jugara contigo. Me disparabas con las manos y yo caía al suelo, sólo para
que te preocupases de si todo iba bien y, cuando te tenía cerca, te mordía los
labios y te aprisionaba contra el suelo. Y no nos hacía falta irnos del parque
para ser uno. Siempre te gustó esa espontaneidad. Siempre a nuestra bola.
Te llevabas mi cordura contigo, con tus movimientos de cadera al
caminar, con tus palabras susurradas al oído, con tus novelas sin acabar, tus
sueños sin cumplir y tus miedos. Y los míos. Mis miedos, a que me volvieras
loco, a no hacerte feliz, a no saber dar la talla. No saber qué querías de mí
me preocupaba, pero parecía tan simple hacerte feliz. Tan simple como estar
ahí. El miedo que tenías a ser diferente y lo encantado que estaba con que lo
fueras, con que no fueras como ellas, con que no fueras igual que todas
aquellas que nunca se atrevían a soñar por miedo a despertar.
Sí, me había enamorado de ti, pero no iba a decirlo en voz alta.
Un “te amo” puede romperlo todo. Contigo, hasta una caricia podría haberlo roto
todo.
Empecé a escribir canciones y a enseñarte a tocar la guitarra.
Cantabas conmigo y me decías que te gustaba la habilidad que tenía en las
manos, mientras te carcajeabas de tus propias bromas. Te encantaba reírte de
las cosas que se te pasaban por la cabeza.
Empezaste a dormir poco, a pasar noches en vela asomada a la
ventana con un cigarro en la mano. Aprendiste a liar. Tuviste una planta de
marihuana cuyo crecimiento no entendías, y no sabías qué hacer cuando estaba
lista. Me hacía gracia tener que enseñarte esas pequeñas cosas. Y los
berrinches que te daba, llenar los carrillos de aire y cruzarte los brazos en
el pecho.
Empezaste a cambiar de hábitos. Comías menos, pero no me
importaba. Sabía que comerías cuando tuvieras hambre y que, aunque no estabas
bien, no te ibas a rendir.
Llorabas algunas noches. Intentaba consolarte. No podía abrazarte
sin que me empujaras.
No solía mentirte, pero estaba empezando a agobiarme. Lo sabes
bien, no es algo que se me dé especialmente bien, mentir. Empecé a dejar las
cosas a su ritmo, a no controlarte. A no mirarte cuando me lo pedías. A
distraerme de ti. Me estabas volviendo realmente loco.
Empezabas a apagarte como una vela que ha terminado de consumirse.
Me mirabas y sonreías de vez en cuando. La cama se convirtió en tu mejor amiga.
Empezaste a dormir muchas horas, a gritar en algunos sueños.
Los médicos te daban tanto miedo que nunca quisiste ir a uno, por
eso no, estarías bien. Estabas tan convencida de que estarías bien, que no lo
vi venir. La noche que me llamaste nada más entrar por la puerta de mi casa,
cuando mi madre me pasó el teléfono, se lo vi en la mirada.
- -Te amo.
Y colgaste. Y se me vino el mundo encima. Tenía ganas de
abrazarte, de huir contigo, de aferrarme a ti y golpearte con un beso. De
mirarte a los ojos. Corrí hasta tu casa. Nunca estuvo lejos, sólo a ti te
molestaba que no estuviera cuando querías. Abrí la puerta con mi llave,
esperando encontrarte, como siempre, de pie, en la ventana, fumando y
sonriendo. Pensé que estabas mejor, que por fin habías conseguido alegrarte. Y
pensé en que no debería haberme ido cuando te encontré. Dormida. Dormida, como
si no pasara nada. Dormida en nuestra cama.
Me acerqué a ti, me acosté a tu lado. Te moví un poco para
intentar despertarte. No reaccionaste. Te toqué los dedos, fríos. La oscuridad
no ayudaba. Esta vez no ayudó. Te llamé. Encendí la luz y te miré. Me miré las
manos instintivamente. Me miré la ropa. No podía creer lo que pasaba ante mis
ojos. No podía creer que lo hubieras hecho así.
Vi la sangre sobre las sábanas. Sobre mi ropa. Sobre ti. Temblaba.
No supe hacer otra cosa más que ponerme a temblar. Y mírame aquí. Visitando el
mismo sitio donde te enterramos hace meses. Dejándote esta carta. Una vez más,
que espero que la leas. Y que no lo olvides. Estuve a tu lado, siempre.
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